Columna: Las Maletas de Diciembre

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Nota editorial: Esta columna menciona la autolesión.

Con la llegada de diciembre, llegan también los recuerdos, la familia, tantos sentimientos que a veces son difíciles de expresar. Mentiría al decir que siempre supe que Venezuela es un país lleno de magia, pero sus costumbres están grabadas en mi memoria, especialmente una en particular: tan pronto como se acabe el mes, cuando empiece enero, apenas sea medianoche, muchos toman una maleta y salen corriendo tan lejos como puedan, esperando poder viajar en ese nuevo año. Lo que no sabíamos era que incluso los que no corrimos saldríamos del país, y no tendríamos una fecha de regreso.

Desde niño, siempre me gustaron los mitos, las leyendas, los cuentos de hadas, y más aún cuando se trataban de fantasmas, espectros, apariciones de medianoche, y todo lo que se asemejara. Desde que estaba en la escuela primaria, religiosamente compraba una revista semanal para niños, aunque con el tiempo solo leía la sección de leyendas venezolanas. Semanalmente, un espectro nuevo se añadía a la colección.

Nieve caída sobre hortensias [Gab-Rysia, Pixabay]

Creo que solamente durante los minutos que me tomaba leer esa sección, me sentía encantado por Venezuela. Nunca le oculté a nadie que no me sentía bien allí, que no era mi lugar que me quería ir lejos, muy lejos, a algún lado en donde encajara mejor. Era difícil ser el niño lector, que analizaba cuentos y relatos en las clases de literatura, pero no entendía nada de deportes. Odiaba esa clase, odiaba ir al colegio, y solo esperaba volver a casa para ponerme a leer sobre mitos egipcios, griegos, romanos, y jugar en internet algo que tuviera que ver con magia.

El bachillerato no fue muy diferente. Seguía leyendo, seguía siendo pésimo en deportes, pero el bullying escolar empeoró cada año. Una vez incluso me quedé completamente solo en un salón de clases, rodeado de gente de mi edad, y ninguno me dirigía la palabra. En otra ocasión, un grupo de casi 10 muchachos me rodeó en mi pupitre y me golpearon la cabeza. Un par de años después, quien era mi mejor amigo me dio la espalda.

Sin embargo, lo que me hacía diferente se convirtió en mi armadura. Cuando llevé una tabla ouija hecha por mí al salón, cuando empecé a dibujarme cicatrices con bolígrafo, cuando me veían vestido de negro por las calles, cuando hacía dibujos inspirados en Tim Burton, o cuando escuchaba Marilyn Manson durante las misas del colegio, los demás empezaron a tenerme miedo. Era mi pequeña venganza, para que me dejaran solo, pero solo porque yo quería. Solo unos pocos sabían que sufría de depresión, ansiedad, estrés, pensamientos suicidas, y luego todos se enteraron cuando llegué con cortes en la mano.

Toqué fondo más de una vez en la universidad. A pesar de que tenía muchos amigos, a pesar de que era un buen estudiante, a pesar de que estudiaba en las mañanas, trabajaba medio tiempo en las tardes, estudiaba inglés de noche, cumplía pasantías los fines de semana, y en el poco tiempo libre escribía para siete publicaciones digitales, sin contar mis libros, me sentía solo y perdido.

Nunca me hizo falta tomar una maleta para decirle al universo que quería irme lejos de allí. Cuando llegaba la medianoche y empezaba un nuevo año, solo pensaba en abrazar a mis padres, a mi familia, y soñar en que este año sería mejor. Luego de varios sueños rotos, mi padre partió en 2013 tras una lucha contra el cáncer. Pero la vida sigue, y me dediqué a ser el profesional que mi padre siempre quiso que fuera. Terminé los estudios, mantuve un nombre en internet, me dediqué a pelear por causas justas, a educar como pudiera hacerlo, empecé y terminé una maestría, y finalmente logré que una editorial publicara uno de mis libros.

Hace ya más de un año que tomé mis maletas por fin, pero no porque fuese 1 de enero o para pedir un viaje de vacaciones. A mitad de la madrugada, con el corazón en la garganta, los ojos rojos, y tantos pedazos de mí como pudieron entrar en una maleta y un bolso de mano, entré a un carro con dos compañeras de viaje y salí de la residencia que me vio crecer desde el primer día, dejando atrás a todo un clan que extraño cada noche.

Tras unos días en Colombia en los que no sabía qué pensar o qué esperar, abordé un avión que me llevó a Miami, Estados Unidos. Allí me recibieron mis primos por unos meses hasta que llegó el momento de moverse una vez más, esta vez hacia Utah, mucho más al norte, mucho más lejos. Estoy viviendo el primer invierno de mi vida mientras escribo este artículo, reflexionando sobre las vueltas que da la vida, tantas que no terminaría nunca si las contara todas, pero me siento tranquilo.

La puesta de sol sobre un paisaje nevado [AlainAudet, Pixabay]

Han sido ya tres años desde que publiqué esa primera entrevista para The Wild Hunt, tres años desde que hablé por primera vez sobre mis ancestros, y cuando miro hacia atrás solo puedo sentirme orgulloso de ese muchacho joven que simplemente dijo “vamos a ver qué pasa” y envió un correo soñando con escribir sobre Paganismo. Tres años desde que tuve la oportunidad de explorar las leyendas de Venezuela, la magia de sus calles, y aunque no me gusta mirar hacia atrás, sí hay una gran parte de mí que se quedó allá.

A veces no hace falta salir corriendo a medianoche para pedir un viaje. En mi caso, como el de muchos venezolanos que ahora viven lejos de casa, hizo falta algo más grande, algo más fuerte. Cada historia es distinta, cada camino es diferente al otro, y lo que importan no son esas diferencias, o qué nos hizo salir. Hay muchos vacíos, muchos espacios en blanco en lo que acabo de contar, principalmente por privacidad y porque no creo que sea necesario mencionar mis razones personales. Lo importante para mí es que ese niño que leía sobre Zeus y Afrodita mientras los demás jugaban fútbol, el adolescente que se reía del miedo de los demás, el universitario desesperado por demostrar de lo que era capaz, y el adulto joven que soñaba de día y lloraba por las noches, están encontrando la paz.

Empezar de cero no es fácil. Le pasó a mis abuelos, a mis tíos, y a mi padre. Tengo la fortuna de tener parte de mi familia aquí cuando hay muchos que están solos, pero no dejo de pensar en las caras que solo puedo ver en el teléfono por ahora, en los abrazos y besos de los que me pierdo, los recuerdos que no compartimos. Lo único que me motiva es eso precisamente, el tiempo que he pasado lejos, y la esperanza de que en algún momento volveremos a vernos. Mientras tanto, las maletas están listas por si debo volver a moverme, esta vez llenas a partes iguales de ropa y sueños.


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