Editor’s note: This column references infant mortality and pregnancy complications.
Los que ven a mi prima más joven, la más pequeña de la familia, y a la que bautizamos “Bebé” con cariño, ven solo a una niña normal que está por empezar la escuela primaria, que no deja de preguntar y que siempre está inventando algo para hacer y pasar el tiempo. Lo que algunos no saben es que tuvieron que hacer más de diez transfusiones de sangre luego de nacer.
Mi tía, también la más joven de sus hermanos, pasó un embarazo bastante tranquilo. La doctora le decía que estaba preocupada porque la bebé no crecía lo suficiente, pero ninguno en la familia se preocupó porque precisamente ella es la más baja de los siete hijos que tuvo mi abuela. Tampoco tenía los típicos malestares del embarazo, así que no había de qué preocuparse.
Sin embargo, cuando se aproximó la fecha de parto, y luego de que decidieron el primer nombre de mi prima, mi tía empezó a sentir mareos, bajas de azúcar, malestares, dolores, y más. Era como si el embarazo estuviera poniéndose al día, pero todavía parecía que todo saldría bien, que no había razón para ponerse nerviosos.
Yo estaba trabajando en una biblioteca en ese tiempo. El 21 de julio 2014 me llamó mi madre diciéndome que estaban en el hospital, en mi ciudad natal, y que mi tía estaba dando a luz, pero tenía principio de preclamsia, una complicación durante el embarazo donde la presión sanguínea de la madre se eleva más de lo que debería, y que puede ser fatal para ella y el bebé.
Sin embargo, me dijo que ya estaba estable, y que pronto vería a mi prima. Me quedé tranquilo, y a los minutos me volvió a llamar para decirme que ambas estaban bien, que tanto mi tía como mi prima estaban estables. No pensé más en el asunto, seguí trabajando, y cuando llegué a la casa la llamé para saber cómo seguía todo. Según me contó, todo bien. Con los meses, me enteré de los detalles, y cada uno era más tétrico que el anterior.
Lo primero fue que el parto se dio a los ocho meses, lo cual es fatal para el bebé en la mayoría de los casos. Según supe después, si mi prima hubiese sido un niño, no estaría viva, por las condiciones genéticas que están relacionadas, y aun así las niñas corren riesgo de morir en cualquier momento. Durante esos días, mi prima estaba con los demás bebés que nacieron con ocho meses, la única niña, y todos los días amanecía al menos una cuna vacía.
Por otro lado, la preclamsia de mi tía no fue “normal”, sino que se elevó tanto que el doctor le preguntó a mi tío y a mi abuela a quién querían salvar, si a la niña o a la madre. Mi tío es un hombre con una mirada fuerte, pero es calmado la mayoría del tiempo. Según mi madre, empezó a llorar como un niño, y con justa razón.
También estaba el tema del peso y el tamaño. Me dijeron que la bebé nació bien, pero no me dijeron que un adulto podía sostenerla con la palma de una mano y que el pañal más pequeño del hospital le llegaba hasta el pecho. Un meñique adulto era más grueso que su brazo, y apenas parecía tener grasa en el cuerpo.
Finalmente, tras varias complicaciones, mi tía se recuperó, pero la bebé estaba en cuidados intensivos, con un 5% de probabilidades de sobrevivir y con todas las condiciones de perder la batalla. Los médicos no le querían dar esperanzas a mi familia, así que decían todo de la manera más sutil posible, cosa que tampoco ayudaba mucho.
Durante todo este tiempo, alguien hizo una llamada familiar a Siria, el país de donde viene toda mi familia, y alguien les dijo que el nombre que habían escogido era fatal para la bebé por las condiciones astrológicas. Cuando dieron con un nombre que, según explicaron, sí era el correcto, todo se estabilizó. Para entonces, a mi prima le había hecho más de 10 transfusiones de sangre.
Para entonces, mis tíos y mi madre habían hecho una promesa cada uno. Si la niña se salvaba, mi madre organizaría una cena en honor a ella e invitaría a la comunidad árabe de mi ciudad natal, y por parte de mis tíos, llevarían a su hija a visitar a José Gregorio Hernández, a Isnotú, estado Trujillo. Sería su primer viaje largo, luego de que se estabilizara y todo hubiese terminado.
Le tomó un año a mi familia recuperarse de este episodio y asegurarse de que no había nada de qué preocuparse. Mi prima empezó a crecer, y con cada día tenía más energía, y su voz más volumen. Al cabo de un año, fuimos a Isnotú, y mi tío, un fiel creyente de la religión Druza, fue el que sostuvo a su hija y la acercó a la estatua de José Gregorio Hernández, conocido en Venezuela como “El Médico de los Pobres”.
José Gregorio Hernández Cisneros (26 de octubre de 1865 – 29 de junio de 1919) estudió medicina en Caracas, Venezuela y luego en París, Francia, e incluso quiso formarse como sacerdote, estudiando en Lucca, Italia. Sin embargo, no fueron sus estudios los que lo hicieron famoso, sino que veía y trataba a los pobres sin cobrar nada, e incluso les regalaba las medicinas, hasta que murió al ser atropellado por un carro.
Ya conocía la historia de José Gregorio y que era una figura importante, pero cuando llegamos al santuario en Isnotú, su pueblo natal, me sorprendió ver la cantidad de placas en agradecimiento, todas tras un milagro que el doctor había concedido. Paredes enteras cubiertas, flores por todos lados, y una estatua en medio del lugar, justo antes del museo en su honor. Tal es su fama que se volvió un santo popular, una de las figuras más importante en Venezuela, y en junio de este año el Vaticano lo proclamó Beato, siendo muy posible que se vuelva el primer santo venezolano.
En mi familia ha habido muchas historias similares, como cuando mis tíos de Francia y Siria vinieron a ver a mi padre, luego de casi 40 años de no estar juntos, y terminamos en un puesto de contrabando de gasolina por tomar la carretera equivocada. Varios carros nos rodearon, dejándonos atrapados. Mi madre empezó a rezar por todos nosotros en silencio, y salimos sin un rasguño.
O como cuando mi abuelo, en paz descanse, un señor con una fe inquebrantable, se le apareció a uno de mis tíos en un sueño mientras estaba secuestrado para decirle que todo estaría bien; al día siguiente, uno de los secuestradores lo dejó ir. También está el caso de otro tío, que empezó a descompensarse, a sentir fuertes malestares en la cabeza y el pecho, pero sin resultados en los exámenes que lo explicaran. Prometió que si mejoraba le daría una vuelta de rodillas a una mezquita de Juan el Bautista en Siria, el cual es un importante santo árabe para los Druzos, y su salud mejoró.
Sin embargo, esta fue la primera experiencia con una figura de otra religión. Desde entonces, tengo un respeto mucho mayor por la estatua del Médico de los Pobres que hay en mi casa, lo tengo presente cuando realizo terapias reiki, y mi madre, eterna enamorada de sus raíces y cultura, es fiel creyente de él. Luego de varios años, pensando al respecto, porque no le veía sentido a que alguien de otra religión escuchara a mi familia, entendí que, mientras el corazón sea creyente, honesto y respetuoso, la religión no importa. Y también que tendré cuidado al escoger el nombre de mis hijos.
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