Columna: El Arte de Prometer

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Hace casi cinco años, la menor de mis primas venció todos los pronósticos médicos. Luego de una promesa, un cambio de nombre, y un equipo médico que hizo lo imposible por mantenerla con vida, todos en mi familia decimos que esa niña es un milagro y que la vida le tiene preparado un futuro hermoso. Sin embargo, no es la primera ni la única promesa que se ha hecho en mi familia, y yo estoy incluido entre los que las han hecho.

Crecer en medio de promesas

Cuando mi prima peligró, mi madre prometió que si se salvaba haría una cena en su honor e invitaría a la comunidad árabe de la ciudad, y mis tíos, sus padres, prometieron que el primer viaje largo de la bebé sería a Isnotú, en el estado Trujillo, en donde se encuentra el Santuario de José Gregorio Hernández. El espíritu de este médico ha sido figura de devoción para muchos venezolanos, y recientemente fue beatificado por la iglesia católica, aunque previamente era un santo popular para todo el país.

Cuando conté su historia, mencioné que uno de mis tíos prometió caminar de rodillas alrededor de la Mezquita de los Omeyas, también conocida como la Gran Mezquita de Damasco, en donde se encuentra la cabeza de Juan el Bautista, si los malestares que tenía desaparecían. Ya se había hecho varios estudios para saber qué le pasaba, porque se mareaba, le dolía la cabeza, el pecho, y otras molestias, y empezó a preocuparse. Afortunadamente mejoró muchísimo luego hacer la promesa, la cual cumplió apenas hizo un viaje a Siria.

Many candles in a darkened space [Pixabay]

Crecí escuchando historias como estas, y siempre me parecieron vivencias tan asombrosas que las veía como leyendas contemporáneas, sucesos lejanos que estaban fuera de mi alcance. Mientras fui niño, parecían cosas que solo los adultos podían hacer, cosas que solo ellos podían entender, porque ¿qué podía prometer un niño? ¿Qué podía ofrecer yo, que estaba en el colegio, que fuese de valor? Las cosas cambiarían con el tiempo.

Mis propias promesas

Mi último año del bachillerato fue demasiado tumultuoso. 11 años de abuso y acoso en clases estaban pasando factura finalmente, tuve una crisis de identidad, problemas familiares, amigos que eran invaluables me dieron la espalda, y estuve a punto de perder el año escolar. Estaba pasando por una depresión severa, ataques de ansias, estrés, pánico, pesadillas, autolesiones, pensamientos suicidas, y me faltó poco para finalmente rendirme.

Reaccioné al último segundo, me dio una crisis de llanto, repentinamente consciente de lo que había estado a punto de hacer, y en los días siguientes hice una de mis primeras promesas: si pasaba el año escolar, practicaría Wicca tradicional por un año y un día. Fue lo único en lo que pude pensar, había estado leyendo sobre Wicca en internet por un tiempo, y no pedí notas específicas. Solo quería que todo estuviera bien.

No recuerdo muchos detalles de esa época, o los buenos, para ser más exacto. Casi todo ese año escolar fue una pesadilla sin descanso por muchas razones, pero al final pude graduarme. Siempre fui pésimo para los números, y de repente tenía que sacar la calificación máxima para aprobar física, química, y matemáticas. Y de repente tenía lo mínimo necesario para graduarme.

Años atrás viajé a Colombia por unos meses, y la situación del país evidentemente no era la mejor. Iba en lo que conocemos como “carrito por puesto”, carros en malas condiciones con una ruta determinada y que cobran una tarifa específica por pasajero. Tomé uno con varios venezolanos en la frontera de Colombia para volver a mi casa, y nos quedamos varados en la Península de la Guajira en medio del trayecto.

Lo recuerdo perfectamente. El motor no funcionó más, nos tocó empujar el carro, esperar a que alguien nos remolcara hasta un taller cercano, y era poco más del mediodía. Mi celular no funcionaba, nadie tenía línea telefónica, yo había comido muy mal durante el día que duró el viaje desde Bogotá hasta la frontera, no tenía casi nada de dinero, estaba incomunicado, y las horas pasaron.

Una, dos, tres, cuatro horas se fueron lentamente, y el carro no funcionaba. Me esforcé lo más que pude por no perder la calma, pero llega un punto en que la desesperación gana. Recordé la promesa que hice en bachillerato, y decidí hacerlo una vez más. Recuerdo las palabras exactas que pensé en ese momento: “Si llego hoy a mi casa, no comeré nada dulce o con azúcar durante cuatro meses desde el momento en que pase por la puerta de mi casa.” Quince minutos después, estábamos camino a Venezuela. Al cabo de una hora, estaba con mi tía, y luego regresé a mi casa.

A single candle in front of a blurred field of lights [Pixabay]

Recientemente tuve una experiencia no tan agradable, y recurrí nuevamente a una promesa. Mi hermano convulsionó, se lesionó el hombro, supimos una semana después que estaba dislocado y fracturado, y necesitaba cirugía lo antes posible. Solo estábamos él y yo, sin nadie más a nuestro lado. Me mantuve tan calmado como pude mientras estuve a su lado, pero estaba tan nervioso que cuando él no me veía empezaba a llorar, preguntándome qué podía hacer. Una promesa era mi mejor opción. “Si mi hermano sale perfectamente de la operación y sin ningún problema, no voy a comer chocolate por un mes”. He comido por error, porque estoy acompañado de amigos o familiares, pero me apresuro en pedir disculpas y mantener mi palabra tanto como puedo.

¿Cómo funciona?

Una amiga me preguntó hace poco cómo se hacen las promesas, si hay que prender una vela, decir algo en específico, y le expliqué que realmente es muy sencillo. Hay que decidir dos cosas: qué deseas qué suceda, y qué vas a hacer luego de que suceda (si es que sucede, claro, porque no hay garantías de nada).

La idea es ofrecer algo que no sea fácil de cumplir, algo que suponga que un reto, porque allí está el poder. Tampoco hay que prometer imposibles, como viajar a otro país en un tiempo determinado, pero sí algo que sea difícil de realizar. Quienes me conocen saben que soy amante de lo dulce, rozando la adicción, y más aún del chocolate.

Sin embargo, también hay que seguir un orden. Por ejemplo, “no voy a comer manzanas hasta tener trabajo” es una promesa basada en la idea de que eso va a suceder, y eventualmente va a suceder, pero el punto es que suceda pronto. Hay que reformular para que quede “si en un mes consigo un trabajo estable y que me permita vivir con comodidad, dejaré de comer manzanas por un mes”. Básicamente hay que seguir un formato de “si esto pasa en este tiempo, voy a hacer/dejar de hacer esto por este tiempo”.

Two hands holding a burning candle [Pixabay]

Ahora, la pregunta más importante, ¿a quién se le hacen estas promesas? A quien sea tengas en mente. Yo las hago al universo, el cosmos, la energía divina, y nombres similares. Trato de no mencionar nombres específicos porque así me siento más cómodo en esos casos.

Evidentemente, he hecho más promesas, y algunas han sido duras, unas hasta dolorosas, y he roto mi palabra más de una vez, pero rectifico tanto como puedo, intento ser tan honesto como puedo, y siempre veo resultados. Si fallo una vez, agrego un día más a mi promesa, pero hacerlo constantemente tampoco es una buena idea. Son un último recurso, una ofrenda o sacrificio para situaciones desesperadas, o cuando realmente hace falta un cambio radical, cuando realmente se necesita que algo pase. Y planeo usarlas cada vez que sean necesarias.


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