Editor’s note: Today’s column contains descriptions of trauma and suicidal ideation.
Hay un mito latino que ha estado en boca de muchos desde hace un tiempo. La figura de La Llorona es de esas leyendas que cuesta olvidar una vez que la escuchas, sin importar qué versión llegue a tus oídos primero. Como suele pasar, su historia cambia con el tiempo, pero la enseñanza sigue siendo la misma: aferrarse al pasado no es sino una condena a muerte.
Descubrí a este espectro, esta mujer maldita, cuando era un niño. Ya no recuerdo si la leí o la escuché, pero la historia ha permanecido inalterada en mi memoria desde entonces, sin importar cuantas versiones descubra en el camino. Como era de esperarse, algunos elementos fueron surgiendo a medida que los días pasaban, llenando los huecos que había, pero el final se mantuvo igual.
Tiempo atrás, una mujer cuyo nombre se perdió con el viento quedó embarazada de un hombre cuya identidad también fue borrada. De ambos nacieron dos niños, pequeños que se quedaron sin padre cuando este decidió irse sin razón aparente. La madre, abandonada a su suerte, despreció la cadena que se le había impuesto, por lo que olvidó cualquier responsabilidad para con los frutos de su vientre.
Al principio solo era una vez cada cierto tiempo, y luego pasó a ser todas las noches. Las horas pasaban mientras ella danzaba hasta que el sol regresaba y sus hijos yacían solos en la oscuridad de su gélido hogar. Parecía que todo estaría bien, hasta que una vela desatendida provocó una hoguera infernal.
La madre fue la última en saberlo, la última en llegar ante las llamas. Su corazón resquebrajado, ahora consciente de lo que había hecho, la hizo caer al suelo consumida por sus propias llamas y lamentos, mientras su hogar ardía ante sus ojos. Los vecinos que en vano trataron de salvar a las criaturas pagaron la furia con ella, quien no opuso resistencia, esperando reunirse con sus retoños.
Sin embargo, el encuentro no estaría destinado a ser. De su tumba se levantó su espíritu, maldito por sus errores, incapaz de conciliar el descanso. Cegada por el dolor, La Llorona pena los caminos en busca de sus hijos, viéndolos en cada rostro infantil que se cruce ante ella, y arrebatándolos de entre los vivos.
La leyenda siempre resonó en mi mente cada vez que la recordaba. Haber sufrido los efectos de la depresión, un demonio que enfrenté por mi cuenta, o así lo creí por mucho tiempo, me hizo simpatizar con esta singular figura. Como ella, veía mis errores donde fuese que se posaran mis ojos, incapaz de olvidar y de perdonarme, castigando a los demás y castigándome a mí mismo cada vez que podía.
Al igual que Peter Pan, el niño que nunca creció, me sentía atrapado en un ciclo sin fin en donde todo se repetía. Hubiese sido tan fácil dar el último paso e ir al País de Nunca Jamás, con los demás Niños Perdidos. Hubiese sido muy fácil, y estuve a punto de ir, embriagado por el deseo de la libertad, el querer volar lejos, en un barco pirata lejos de mi realidad. Hasta que desperté.
Contrario a lo que dicen, partir no es una elección que se tome a la ligera, sin pensar. Durante esos cuatro segundos me preparé para zarpar, listo para levar anclas y volar, volar tan lejos que nadie pudiera verme. Pero fui cobarde, y estoy feliz de haberlo sido.
Al contrario de La Llorona, mis lágrimas no se convirtieron en veneno, sino en un bálsamo. Había pasado mucho tiempo queriendo ser alguien más, sumido en silencio y en vergüenza, hasta que llegó el quinto segundo. Estaba sentado, tomando aire, cuando mi mente volvió a mí. ¿Es que acaso había nacido para irme tan pronto? No. Claro que no. Mi destino no sería el volverme un espectro, un Niño Perdido.
Estaba aterrado de aquello en lo que me había convertido, y juré que nunca volvería a ese acantilado. No estaba dispuesto a perder tan fácil. Todavía podía ver mi vida ardiendo frente a mis ojos, sentía los golpes en carne viva, sentí la tierra gélida en donde me enterraban, pero decidí volver, en carne, hueso y alma. Estaba dispuesto a empezar desde cero.
La Llorona me enseñó que es muy fácil dejarse vencer, que solo es cuestión de cerrar los ojos y dejar que las piedras lluevan, pero el precio es demasiado caro. Sería muy fácil ser un Niño Perdido, otro más atrapado en la isla, condenado a repetir toda su vida, como me dijo mi madre cuando le pregunté de qué se trataba la historia de Peter Pan, pero no quería ser un niño por siempre. No de esa manera, por lo menos.
Ambos personajes eran prisioneros de una u otra forma, y no quería ser uno más. Estaba acostumbrado a mi castigo autoimpuesto, pero también estaba harto. Harto de llorar, y de repetir, así que decidí pelear como pude: Si los demás querían que callara, pues hablaría, y vaya que lo haría.
Incluso mientras escribo estas palabras, puedo sentir algo dentro de mí rompiéndose, ardiendo cual infierno. Mi zona de confort no es más que ese rincón oscuro en donde podía llorar y lamentarme, y me aterra ver cómo se derrumba día tras día, pero no pienso dejar tan siquiera las cenizas.
Dicen que pasar por situaciones traumáticas te hace sensible, que trae tus dones escondidos a la superficie. Luego de años de acoso, abuso, maltrato por parte de mis compañeros de clase, e incluso de parte de personas que creí estarían allí conmigo, después de una relación que me hizo ver el abismo una vez más, me di cuenta de que era verdad.
Los traumas se volvieron mi impulso, el dolor un lenguaje en que volví experto, y los recuerdos se transformaron en una fuente inagotable de ideas. Mi tiempo en las sombras me hizo fuerte, y supe darme cuenta a tiempo. El secreto fue tan solo respirar y confiar. Confiar en el tiempo, en mis guías, mis maestros, mis ancestros, mis héroes, todo mi panteón personal, y puede que en algo más que no sé nombrar.
Sigo siendo un niño, sigo llorando, pero ahora es más difícil quebrarme. Al final, todo lo que hizo falta para levantarme de la tumba fue un poco de fe, un poco de confianza, y un poco de polvo de hadas. Puede que el silencio siga reteniéndome porque no es el momento adecuado para hablar y que no vuele en un barco, pero alas no me faltan para volar por mi cuenta, mucho menos mi propio polvo.
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